En las tarde de sol solía replantearse todo. Empezaba con
las decisiones políticas y terminaba en la elección de sus amigos. Pasaba mucho
tiempo haciéndose mala sangre por las injusticias cotidianas, las más visibles
y las que veían pero no podía gritar. ¿Porque? Porque hacerlo implicaba romper
un cristal, el mayor tesoro para él.
Entonces las que podía las cantaba sin
vacilar, y en un mundo de imposturas eso trae problemas.
Es por eso que peleaba mucho, renegaba más y se entristecía peor. Pero en el fondo su dolor más grande era esa injusticia que no podía cambiar, esa sombra que debía soportar, aún sabiendo lo maligno que es, el daño que hace y la oscuridad que la integra. El cristal no contemplaba eso, el cristal solo se refleja y no percibe, el cristal está atrapado, tan atrapado, que vio pasar tantas flechas negras que las confundió con pétalos de rosas.
Pero en una tarde, donde el sol brilló como nunca lo había hecho,
una nube bajó y le contó lo que pasaría, que solo la llegada de un ave, nacida
del árbol más hermoso de los siete reinos podía terminar esa sombra y abrir el
cristal. Solo ese canto regular y agudo lograría despertar el séptimo sentido
de este caminante que pasaba horas y horas renegando. Solo así tendría fuerzas
para pelear con cada injusticia sin caer en el abismo de los ánimos. De esa
forma, con la llegada de la primavera empezaría nuevamente a sembrar las
tierras de un nuevo fruto. Pero la nube le dijo que no se detenga, a lo que él
contestó que nunca había detenido su
marcha, solo estaba tomando impulso.
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