Una voz desconocida y descontracturada le pregunta al muchacho de camiseta roja porque vino a la reunión:
“Estoy acá porque quiero
transformar la realidad” dijo, con el mate en su mano sudada y temblorosa.
Pares de ojos lo miraban atentos, algunos contentos y orgullosos, otros
desconfiados y cautelosos. Venía en bicicleta desde algo lejos, de un lugar
distinto, desde el confort de la ciudad iluminada.
Muchos años después pasó nuevamente por la cuadra donde dijo
esas palabras. Se sintió muy extraño, se sentó en la vereda de la calle de
tierra, frente a la casa de una de las muchachas que, en su momento fue una atracción
para sus ojos. Por un flash su alma viajo a esos días nuevamente, y sintió esa
esperanza, esa inocencia, esa fuerza y esa ilusión del joven de camiseta roja.
Por unos minutos se durmió, un hombre mayor que pasó por su
lado lo despertó, le advirtió que no se quede ahí porque estaba regalado. Tras
la advertencia, el muchacho le agradeció y se sorprendió de la mirada triste y
cansada del anciano, quien extendió su mano para pedirle limosna.
El muchacho, algo confundido, caminó hacia su auto y arrancó. Sintió la diferencia de energía
entre aquel que estaba con el mate en la mano, y el que ahora manejaba ese Ford gris. Ya no tenía ilusión de transformar, ni esperanza en que el mundo cambie. Tampoco la fuerza de llevarse puesto cualquier obstaculo. Fue ahí cuando frenó la marcha, bajo el parasol y en el espejo del utensilio
del vehículo; se miró y preguntó:
¿Para que estoy acá? ¿Por qué? ¿A dónde voy? ¿Para que
caminé esas calles? ¿A quien le quedó mi lucha? ¿Quién capitalizó mi ilusión? ¿Quién
se robó mi esperanza?
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