Un corazoncito latiendo, dos ojos que se abren por primera
vez en este universo. Una risa se estrena en los brazos del ángel que la trajo.
Ya se arrastra por el suelo como un gatito, y se enoja y
patalea. Cuando me di cuenta caminaba, con pasitos lentos y balbuceos traviesos.
De repente, la escuché decir palabras de amor, abrazarme,
besarme y me perdí ¿Será qué el que habitaba en mí mutó?
La vi llorar de angustia, la vi padecer los dolores del costo de la vida y se me partió un pedazo del alma. Nunca había sentido esa sensación de querer blindar algo.
A veces sueño con que Dios me pregunta si deseo ser
su escudo protector y que cualquier bacteria, virus o energía negativa que se
dirija a ella, yo pudiera absorberla. Eso sería el paraíso.
Me habían dicho que traer un hije al mundo era hermoso, y se quedaron cortos, pero nadie me dijo que cuando la semilla se convierte en fruto, transforma tanto a la planta.
Traer un hije al planeta
tierra, ese que está deshilachado, contaminado de egoísmo, malicia,
egocentrismo, superficialidad y envidia; es un acto revolucionario, de los
pocos que quedad junto a escribir un libro, la amistad más pura, el amor
genuino y la voluntad transformadora de cambiar el mundo.
Porque sé que será mejor que nosotres, porque será parte de
la generación que salvará a las miles de especies que sobreviven en estos
lares, porque solo es cuestión de mostrarles desde pequeño que existe el respeto
por la naturaleza, por las personas, que somos todos diferentes pero con los
mismos derechos, que nadie es más que nadie, que hay que consumir lo justo, que
hay que trabajar colectivamente, que nadie se salva solo, que las injusticias
deben dolernos en cualquier parte del mundo y que hay que creer siempre en el amor.
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